Llegué a Düsseldorf
(Alemania) hace casi siete años. En efecto, yo preví la crisis antes que nadie.
Al poco tiempo de
llegar ya iba a ver partidos del Fortuna (en aquel tiempo en la Regionaliga
Nord, tercera), y al año siguiente me hice abonado. Yo no era un neófito de los estadios, y al principio me resultaba
cómico ir a ver partidos de tercera división, con 10.000 espectadores, en un estadio
de 55.000. No sé si cantábamos mucho o tal vez era el eco, pero siempre había
gran ambiente, y era una excusa perfecta para beber un poco y pasarlo bien.
Cuando empecé a viajar con el equipo a lugares recónditos con el Sonderzug (tren especial fletado por el
club o la policía (!) que va directo al destino), me di cuenta de que ya era un
soldado más contra el fútbol moderno.
Yo, un fanático del fútbol, jamás me había desplazado a ver un partido de
visitante, y de repente me veía madrugando para coger un tren cochambroso y
maloliente en dirección a lugares tan paradisíacos como Verl o Emden, para ver
a un lamentable equipo de tercera. Y en aquellos trenes, se bebía cerveza
caliente, no les digo más.